Los niños nacidos entre lonas y tiendas de campaña en el campo de refugiados de Mtabila en Tanzania volvieron a Burundi con la ilusión de encontrar, sin éxito, su casa y una escuela
Viviane Niyubuntu, 15 años, estuvo cuatro sin acudir a la escuela. / R. F. UNICEF
Subiendo desde una de las orillas del lago Tanganika cogemos la carretera de tierra roja que desemboca en otro país. Por aquí vinieron, en su nuevo éxodo, muchos de los 35.000 burundeses que tuvieron que regresar en 2012, cuando se cerró Mtabila, el campo de refugiados en el que vivieron en Tanzania tras huir de la guerra. Allí nacieron sus hijos. Por hogar solo habían conocido lonas y tiendas de campaña. Volvieron con la ilusión, encendida en los ojos de sus padres, de encontrar su casa y una escuela. Muchos llegaron a la puerta de casa, pero ya no era suya, la guerra la puso en otras manos y no había papeles para demostrar la propiedad.
Viviane Niyubuntu, 15 años, es repatriada –mundo este de repatriados, refugiados, desplazados, deportados…tantos nombres para la diferente condición de las personas que se ven obligadas a llevar su vida de una frontera a otra. Me he entretenido haciendo fotos a los niños muertos de risa bajo el diluvio que acaba de caer y cuando entro en el aula Viviane ya lleva unos minutos con mis compañeros. Habla firme, aunque tímida al principio. Hoy vamos a ver a chicos repatriados en varias escuelas y ella es la primera, con su mirada curiosa pero tranquila ante cualquier movimiento en su entorno, pelo muy corto y sonrisa dulce por encima de una camiseta roja sobre la que se ha desabrochado la camisa del uniforme escolar.
“Estaba tan contenta de volver…en Mtabila las escuelas cerraron y estuve cuatro años sin ir a clase, así que estaba muy contenta de poder volver a aprender». No iba a ser tan fácil. En Tanzania, donde nació, se habla inglés y suajili. En Burundi, francés y kirundi. Así es en el colegio de Muyange, donde estudia. «Además –cuenta su director Emmanuel Mamirabona– los niños repatriados no tienen los mismos recursos que los niños de la comunidad, muchas familias no pueden comprar todo lo que sus hijos necesitan para poder aprender y para no ser excluidos por compañeros de clase».
Había que armar el puzzle para los niños repatriados. Necesitaban material escolar y cursos de refuerzo en idiomas. Eso hizo Unicef, apoyando a las escuelas y a las comunidades. Pero no era suficiente. Hay que espantar el riesgo de exclusión en las aulas y los monstruos que la guerra clava en los corazones que sufren sus consecuencias. Por eso, y para mejorar la calidad de la enseñanza para todos los niños de Burundi, hay que apuntalar la formación de profesores en un modelo pedagógico (Escuelas Amigas de la Infancia) que sitúa al niño como centro de la enseñanza: educar para la convivencia, para construir la paz y para que cada niño desarrolle su potencial.
Estamos en ello. Profesores, directores, niños y sus comunidades implicados. En la remota Kigutu, a Josephine Ntahomvye, madre de nueve hijos, se le llena el gesto de sorpresa y emoción contenida cuando uno de ellos, Idi, de no más de cinco años (ella no sabe bien su edad), canta varias canciones en un francés que ella no sabía que ya había aprendido tan bien. Idi aprende en un aula de preescolar.
En un país como Burundi, con el 95% de los niños matriculados, el gran reto es alcanzar una calidad de la educación que ofrezca a los alumnos la oportunidad de desarrollar su capacidad hasta el infinito y más allá. Tienen el mismo derecho que los niños de cualquier otro rincón del mundo. Y su país, con más de la mitad de su presupuesto dependiente de la ayuda internacional, la misma responsabilidad y el mismo derecho a ofrecer a su infancia sistemas y servicios que garanticen su bienestar y su desarrollo. En el futuro, será la llave para el crecimiento de las comunidades y del país.
Viviane no quiere dejar de aprender, lo dice varias veces: “he mejorado mucho en francés, pero quiero seguir aprendiendo, quiero seguir en la escuela para aprender más». Sed de crecer, de llegar a su meta. Quiere ser periodista. ¿Para qué, Viviane? “Me gustaría poder difundir las ideas y las opiniones de la gente de aquí, de las comunidades».
Su compañero de clase, Albert Nzoyibona, de 16 años, también nacido en Tanzania y repatriado, quiere ser presidente de su Burundi. ¿Por qué, Albert? “Quiero el desarrollo de mi país, y quiero que la electricidad llegue a todas las esquinas».
Para las últimas fotos, les pido que salgan del aula y hagamos alguna afuera. En las primeras salen serios, mirando formalmente al objetivo. Hablo, tiro muchas fotos seguidas y saco por encima de la cámara mi sonrisa más ancha, y ríen con esa normalidad que abre la ventana de las cosas buenas del mundo. Tienen lo justo para vivir, seguramente no tienen electricidad en casa (lo habitual aquí en las zonas rurales), pero han vivido peores momentos y tienen ilusiones, sueños y ganas de aprender para abrir puertas que parecen imposibles.
Nada es imposible, y todas las Viviane y los Albert deben tener la oportunidad de, al menos, poder intentarlo.
Raquel Fernández, periodista de UNICEF Comité Español, desde Burundi.